Lecturas a la hora del té

Lecturas a la hora del té
(Pintura de Vicente Romero)

martes, 24 de noviembre de 2015

DÍA MUNDIAL DE LA PALABRA 2015

(Foto de Chema Muñoz)

Él despertó del coma cuando la vieja canción dejó de sonar. Ella le aguardaba refugiando la cabeza muerta entre su mano y la cama.

lunes, 2 de noviembre de 2015

EL PAÑOL ESTANCO

(Toledo Spirit)

GRACIAS A TOD@S POR VUESTRAS PALABRAS DE ALIENTO Y CARIÑO. HOY, EN ESTE PRIMER CUMPLEAÑOS, LES OBSEQUIO CON EL PRIMER RELATO CON EL QUE OBTUVE MI PRIMER PREMIO EN EL IV CERTAMEN DE DE RELATOS BREVES DE EL ROSARIO (TENERIFE). ESPERO QUE LES GUSTE.



EL PAÑOL ESTANCO
Te descubres destapado sobre el lecho de una extraña habitación, abres los ojos y sonríes porque un rayo de sol intruso se ha colado por tu ventana y te acaricia tibiamente tu mejilla. Tardas tanto en incorporarte calculando qué músculo o hueso dolorido moverás a continuación que cuando quieres jugar con las minúsculas motas de polvo en suspensión ya se han escapado con la dirección de la luz a otro lugar y te es imposible atraparlas.
Intentas aliviar de pie tu rebosante vejiga pero te resulta un acto doloroso y sólo consigues que se escape un tímido goteo. Te sientas en la taza del inodoro a ver si de esa forma consigues expulsar todo lo que necesitas pero no hay manera. Finalmente, asomas tu viejo rostro al espejo, abres la palanca del grifo, apoyas tu pene desnudo sobre el lavabo y te alivias al tiempo que aplicas sobre tu cara la misma espuma de afeitar de siempre. También la maquinilla es la de siempre y misma es la mancha oscura del espejo, allí donde el cristal ha perdido su azogue. A pesar de la maestría que has adquirido en el movimiento tantas veces repetido, las líneas de ambas patillas no te quedan simétricas. Tiemblas y te invade un escalofrío que te recorre por completo la espina dorsal porque has logrado orinar y, con ello, aliviarte por completo. Sonríes al observar cucharadas de espuma del afeitado nadar sobre el líquido amarillento semejando barquitos de merengue sobre natillas. Recuerdas que alguna vez te llegó a gustar ese postre.
Intentas calzarte los zapatos pero no atinas con el agujero de la hebilla. Tus manos temblorosas no aciertan y tu maltrecha vista tampoco ayuda. Después de varios minutos de intento, decides continuar descalzo y abandonas la habitación. Por el pasillo te cruzas con enfermeras que articulan tu nombre:
Buenos días, don Antonio, ¿chocolate? -, te ofrece la auxiliar intentando parecer risueña al sacar de su bolsillo una tableta envuelta en papel de aluminio.
¿Chocolate? – repite – Recuerde que en el Centro está prohibido fumar.
¿Chocolate? ¿Cigarrillos? Realmente no sabes si te apetece chocolate ni si alguna vez has llegado a encender algún tipo de cigarro y evades la pregunta ignorando quién es ella ni de qué te conoce y acelerando tu marcha dando pasos muy cortos pero muy rápidos con los que parece que aumentara tu inquietud por algún peligro solapado. A distancia de varios segundos después, aminoras el paso, evades el tema concediéndole la misma importancia que un niño a su vejez, y pulsas el botón de llamada del ascensor.
En la planta baja del Centro hay bullicio de gente que va y viene y te incomoda. Enfermeras que caminan rápidamente, casi corriendo; enfermos en pijama paseando a sus sueros colgantes en percheros con ruedas que manejan con una sola mano; visitas que persiguen las marcas sobre el suelo que dirigen hasta el ascensor... Tu respiración se ha alterado levísimamente: un respingo, el deseo de algo sencillo, la soledad. No lo sabes pero nunca te gustaron las aglomeraciones. Por tanto, no fuiste hombre de jolgorios, ni de fiestas, ni de grandes celebraciones familiares. Te acostumbraste a tu soledad cuando ésta se inoculó en ti y para siempre has vivido a merced de su virus. Es por ello que buscas la salida con ese radar agazapado bajo el iris de tu inteligente mirada que otea tras las gafas de pequeños cristales transparentes. Por fin, te encaras con la puerta principal del Centro y te adentras en el exterior siguiendo los trinos de un pajarillo que has visto sobre el árbol de la esquina. Crees recordar que en algún tiempo de tu vida diferenciabas las distintas especies de aves pero te es imposible evocar el nombre del que tienes más cercano. Increíblemente, el pajarillo te trae aromas de jazmín y de hierbabuena, de tierra mojada por la lluvia horizontal, de tomillo y de hinojo. Sigues mirándolo picotear las semillas del aloe vera y continúas disfrutando el olor.
Más intenso que el aroma de los platos del día en los fogones de la cocina era el olor emanado por los gases del petróleo que taladraba el estómago. No por más repetida que fuera la faena, terminaban los hombres por acostumbrarse. A la altura de las coordenadas terrestres donde por el Atlántico africano se cruza la imaginaria del Ecuador, el húmedo clima convertía el olor en hedor. Se atrofiaban las actividades mentales, siendo imposible intentar depositar los recuerdos en tierra firme porque las náuseas impedían el traspaso. Con un infinito monocromático azul en trescientos sesenta grados, el verde era el color del recuerdo y del objetivo, de lo dejado atrás y del porvenir; era el color que no era pero se sabía sería. Era el pañol de la lírica en el estanque más oculto en la memoria de los marinos que contrarrestaba con el pañol azul dramático que a capricho se depositaba en la memoria de cada cual. Terminada la faena del día, llegaba lo peor dentro de la soledad del camarote: la nostalgia. Las palabras no expresadas, los sentimientos envasados y los silencios exagerados terminaban por calar en los hombres de la mar y surgir espontáneamente más tarde, a destiempo, en tierra firme por inercia. Esta minusvalía atrapaba a los marineros en una dualidad contradictoria por la que quedaban condenados a perpetuidad a que cuando querían no podían, y cuando podían... no podían. Su medicina y mejor salvoconducto para salir de sí, era soñar; única posesión que nadie podía arrebatarles. Por eso, se decía, se comentaba, que la razón por la cual la mar era tan profunda y poseía tanta fuerza era porque se había alimentado de los sueños de los marineros durante toda la historia de la humanidad; y es que no existía alimento que diera mayor vigor que el de los sueños.
Transcurrida una cuarentena en el buque - tanque, el ímpetu por el trabajo mermaba, las fuerzas flaqueaban y las ansias aumentaban. Restaba sólo un día para alcanzar la boya africana y los hombres de la fonda trabajaban a destajo acopiando víveres desde las gambuzas a las tripas del monstruo: la máquina. Conocedores de las costumbres locales en virtud de las cuales subirían a bordo las autoridades extranjeras nativas e incautarían la mitad de la provisión disponible, su supervivencia para la vuelta pasaba por esconder todo lo posible para evitar se les saqueara más de la cuenta. Y era allí, entre calderas, donde los víveres eran guardados a tan buen recaudo como el crudo en los tanques.
Una maltrecha y descolorida falúa portando media docena de hombres se acercó al buque por estribor. Saltaron a la desplegada escala para lograr alcanzar la cubierta. Insertos en desiguales y raídos uniformes cuyos colores y suciedad no destacaban envejecidos como estaban de tanto uso propio y ajeno, llevaban como complemento fusiles de repetición en indiscutible señal de poder. Se alzaban en diferentes alturas hasta el nivel de sus gorras en las que relucían sobre el negro agrisado manchas en negro alquitrán propias de grasa perenne. Un joven tercer oficial, recién licenciado en Náutica, les recibió en cubierta y les condujo hasta el salón de oficiales donde aguardaba el Capitán del buque. En un acelerado inglés uno de los nativos que parecía estar al mando pedía comprobar la documentación completa de todos los tripulantes. Así como se conocía que en las compras de los países del Magreb era obligado el regateo, también era conocido lo que transcurría a continuación con las autoridades nigerianas: poner pegas en menudencias para incautar lo máximo posible del barco. Aquellas tarjetas de embarque y pasaportes estaban rubricados con tintas negra y azul por lo cual ante sus ojos no serían válidas hasta que se les ofreciera algo más que lo acordado por costumbre. Pretendían llevarse el total de víveres. El Capitán se negó en rotundo al chantaje, decisión que lanzaba la patata caliente sobre el tejado de las autoridades nigerianas que ahora se encontraban en la disyuntiva de continuar con el farol o retroceder. Los nativos perdieron los nervios y comenzaron a discutir entre ellos en una lengua ininteligible por medio de la cual acordaron volver a tierra y no permitir fuera suministrada la carga. La preciada carga. La carga por la que se movía el mundo. La que enfrentaba naciones o lograba acuerdos internacionales, la que fluctuaba la bolsa y economía de los países, la que proporcionaba Energía con mayúsculas. La todopoderosa carga. Era irrisorio percatarse de cómo los restos y sedimentos de seres vivos de millones de años atrás tuvieran tal poder sobre los humanos que en esta era se mataban entre sí por ellos. Podría simplificarse afirmando que los vivos vivían y morían por el poder de los muertos.
Así fue decidido por parte de las autoridades del país pero querían llevar un as bajo la manga: el Capitán del barco debía acompañarles a tierra. El “Viejo” no se achantó, muy por el contrario, encabezaba la comitiva. Relegando su cargo sobre el primero de a bordo, dejó tras de sí algunas órdenes. La primera y principal fue la de que alejaran de inmediato el buque de la costa en cuanto él abandonara el barco, ya que estaba expuesto a que lo abordaran ladrones que subían a través de los amarres del ancla para hacerse con estachas, escalas, mamparos y todo el material que encontraran a su paso para después venderlo a buques de bandera de conveniencia que no poseían escrúpulos en comprar material robado. Bajó presuroso la escala del barco y saltó a la mugrienta falúa con el ímpetu de los protagonistas de las películas de batallas aunque una vez llegados a puerto las cosas pintaron de distinta manera. El Viejo, que lo era por cargo mas no por edad, observó en aquellas extranjeras calles el poder déspota y absoluto de las autoridades quienes se abrían paso entre la suplicante ciudadanía a golpe de fusil o a patadas. El pueblo famélico se concentraba a pie de muelle a la expectativa de los víveres incautados en los petroleros para paliar la hambruna del día pero en esta ocasión no había habido suerte. Y si el pueblo había quedado frustrado, las autoridades sumaban su frustración al poder; cuya mezcla procesaba un peligroso explosivo.
La existencia del Capitán fue abandonada dentro una insalubre mazmorra cuyo ambientador era una pócima de orín viejo, vómito y excremento que le impedía respirar así que se dijo a sí mismo que debía salir de allí si no con su cuerpo sí con su mente y evadirse rememorando a su esposa, a su hijo, a sus perros, a su casa, a su jardín. El jardín donde había plantado una guardería de árboles frutales y esperaba que para su jubilación ya estuvieran en bachillerato, con macetones de agradecidos geranios por frontera que inundaban la vista de color. Atraídos aparecían los pajarillos que respondían al silbido de su interlocutor, picoteando las migas de pan depositadas sobre el poyete con premeditación. Allí pasaba las horas como minutos hasta que el astro guardián ascendía hasta su cumbre y le exigía entrar en la casa. Desde su niñez soñó esa casa. Una casa de tierra y arraigo donde echar raíz, donde nacieran sus hijos bajo el amor de su esposa. Un lugar estático y seguro muy contrario al de la mar que periódicamente le arrancaba de su mundo construido y le enclaustraba en una cárcel pagada. El olor del hogar era diferente a cualquier otro y tenía total convicción de que aunque quedara ciego sabría reconocer su hogar por el olfato, quizás se le habría transferido algo de sus dos perros de presa que siempre le reconocían a su vuelta a casa por el olor. Sin embargo, era él quien, en ocasiones, no reconocía a su hijo, al que adoraba, ya que crecía y maduraba con más rapidez de lo que esperaba. Y sucedía que sus campañas en el barco eran monótonas y de tiempo estancado, sin embargo, en tierra la velocidad del reloj se aceleraba y cuando quería darse cuenta debía embarcar de nuevo. Finalmente, pudo quedarse dormido y soñó los labios de su esposa y su piel tibia y sedosa y fue tan grato el sueño que durmió horas y horas y cuando algún rayo de luz se colaba por el ventanal y se posaba sobre su rostro, él se volteaba y seguía soñando, aunque ya despierto, pues no quería perder ni un ápice de esa felicidad imaginada.
Así transcurrió durante cinco noches y cuatro días en los cuales no le fue provisto ni agua ni alimento. Como el cautivo no daba señales de rendición, las autoridades nigerianas creyeron conveniente devolverlo al barco, pensando no les convenía un conflicto internacional por el acopio de la otra mitad de los víveres de un solo barco exponiéndose a perder los de los venideros. Una vez incautada “su mitad”, procedieron y dieron orden de iniciar la carga. Aunque lo más lamentable no ocurría en Nigeria sino en España: la Naviera fue sorda y muda ante lo ocurrido, de hecho la importancia radicaba en que había podido realizarse la carga, eso sí, con cinco días de demora; hecho que le fue recriminado al Capitán. Pero el “Viejo” seguía siendo inteligente y continuaba en sus momentos de soledad inserto en su pañol particular pues sabía que somos la prisión de la existencia que nos habita, quedando condenada al urdir su tela la gris conciencia, por ello, su conciencia era siempre de color verde.
No tienes color de conciencia. Ni siquiera sabes cuál es tu raíz. Tus piernas que antes sorteaban ágiles la nerviosa escala de gato ahora no tienen el vigor suficiente para recorrer apenas unos metros sobre suelo llano y firme. Y tus manos, que podían con la resistencia de estachas, ahora tiemblan y se te caen las pastillas de las manos. Pero encuentras un charco y metes la punta del pie, luego el pie entero. Después, el otro. Das un pequeño salto y lanzas gotas alrededor. Saltas y giras, giras y saltas y no puedes contener las carcajadas. De pronto, una enfermera llega a tu encuentro y te dice:
- ¿Otra vez, don Antonio?